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Malala. A estas alturas Malala Yousafzai se ha convertido en un icono global y seguro que todos ustedes conocen el porqué, no obstante conviene leer este libro no tanto para recordar lo que ya sabemos, sino para descubrir los motivos por los realmente deberíamos admirarla. Malala aspira a ser recordada no como la niña a la que los talibanes trataron de asesinar de un tiro en la cabeza, sino como la niña que antes y después de eso obtuvo una gran repercusión pública nacional e internacional con su lucha a favor de la educación infantil en un lugar en el que si a las mujeres se les niega el derecho a ser mujeres, a las niñas se les trata de negar el derecho a aprender, a ser las personas que puedan y quieran llegar a ser. Malala, la candidata más joven de la historia al Premio Nobel de la paz, ha escrito junto a Christina Lamb, periodista enamorada del Valle de Swat y de la hospitalidad pashtun, un libro que se llama Yo soy Malala en el que no habla tanto de sí misma como de la historia de su país y de la de su familia. De su historia y de su lucha, del compromiso de sus padres con la educación y de las dificultades diarias a las que en consecuencia se tuvieron que enfrentar todos ellos.
Resulta especialmente reconfortante que la oposición de la familia Yousafzai a la barbarie moral talibán no tenga una raíz ideológica ni laicista, al contrario, todos ellos son profundamente religiosos y desde un punto de vista occidental notablemente conservadores y reconforta no por compartida esa base, sino por lo que de esperanza supone que el compromiso con la educación y con la libertad individual provengan del propio islam, reconforta porque desde Europa a veces parece que no pensamos que sea así y confundimos islam con islamismo pero sobre todo porque muestra que es posible una solución nacida de los propios afectados y no impuesta desde fuera, y por tanto con probabilidades de prosperar.
Una primera impresión es que el fundamentalismo talibán sólo puede arraigar en una tierra abonada de incultura, pero Yo soy Malala nos muestra que no es necesariamente así, de hecho algunos de los propios maestros de la escuela del padre de Malala abrazan esas funestas convicciones. Por el contrario resulta bastante plausible la teoría de que el abono propiciatorio sea la corrupción, en un lugar en el que el estado milita en la dejación de funciones y en el que cualquier pleito se enquista décadas, los talibanes ofrecieron justicia rápida y contundente, en un lugar de hambre y desatención ante las calamidades, los talibanes ofrecieron ayuda y apoyo. Y fueron instalando poco a poco su sistema integrista, el libro muestra muy bien cómo se hizo tan gradual como eficazmente. Recuerda el proceso a ese gran libro de Salman Rushdie que es Shalimar el payaso, aunque en principio para la autora, que muestra en las páginas de Yo soy Malala cómo los suyos se escandalizaron con Los versos satánicos aunque no compartieran la fatwa que condenaba a muerte al autor, no le resulte la referencia más apropiada. Pero lo es, y lo es porque ambos libros narran cómo la población de un lugar que ellos mismos consideran un paraíso es capaz de convertirlo consciente e irremisiblemente en un infierno en nombre de una religiosidad y un nacionalismo tan mal entendidos como devastadores.
El padre de Malala es un personaje digno de admiración y de gran valor desde el punto de vista narrativo. Merece la admiración por su compromiso con la educación y sus muestras de sensatez incluso en asuntos en los que la moderación brilla por su ausencia (el ejemplo nuevamente de los Versos satánicos es muy ilustrativo, porque él defendió que su religión no podía ser tan débil como para verse en peligro por una novela y que lo que había que hacer era leerla y rebatirla, sólo la palabra como arma contra la palabra), pero funciona terriblemente bien desde el punto de vista narrativo porque el drama interior de un padre que ve cómo su hija recibe un disparo en la cabeza por acompañarle en su lucha, es un motor capaz de hacer avanzar por si solo no sólo estas memorias, sino cualquier novela. Y lo mismo, desde su propia idiosincrasia, se puede decir de la madre.
Malala y su familia son pashtunes y viven en el Valle de Swat, es decir, aunque son pakistaníes, étnica y culturalmente se sienten un todo con los afganos. Todos tenemos en la mente una imagen de los talibanes afganos que se comenta por sí sola, por eso es especialmente de agradecer que Yo soy Malala nos muestre otra imagen del pueblo pashtun, hospitalario y con una capacidad para expresar sus pensamientos con una belleza lírica extraordinaria, aunque no por ello la lectura del libro tranquilice sobre el futuro de ese pueblo ni de esa parte del mundo.
La guerra de Malala es y debe ser la de todos, su libro es un testimonio de primer orden de que esa lucha existe y se combate con bolígrafos y ojalá el hecho de que haya habido quien enfrente balas a las palabras, aunque estas fueran dichas por una niña apenas adolescente seguidora de la saga crepúsculo, y maestros a los soldados sea el altavoz que permita decantarla a su favor.
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